A veces me sorprende la protección que dispendiamos a determinados colectivos y, por el contrario, cómo nos despreocupamos de otros. Por ejemplo, está prohibidísimo decir algo que minusvalore a una mujer o a un grupo étnico.
Pero nadie se escandaliza si se discrimina a un calvo, o al que sostiene una opinión distinta a la corriente mayoritaria y buenrollista.
Me explico: un empresario será socialmente estigmatizado si se niega a contratar a una mujer porque, a su juicio, le resulta menos rentable. Pero nadie defenderá ni impulsará cuotas de contratación para calvos, gordos o cualquier otro rasgo que el empresario considere poco rentable (si es calvo, no da buena imagen, si es gordo, será un vago, etc.).
Si alguien “cree” que eres tonto y no cuenta contigo, puede ser más o menos censurado. Si “cree” que eres tonto porque eres inmigrante, mujer o beato (o ateo, que no enfade nadie: el presidente de EEUU nunca podría declararse ateo) entonces a todas luces es censurable. No importa las razones que arguyas para declarar tonto a uno, aunque sean completos juicios sesgados. Pero si la razón es ser lo anteriormente dicho, entonces es censurable sin discusión.
¿Y si se demostrara que los negros, o los blancos, son más ineficaces para determinados trabajos? Probablemente se censuraría esa evidencia y se reclamaría igualdad. Pero ¿esa igualdad también acarrearía el contratar a personas que, según un test discutible, tienen un CI bajo o unas habilidades supuestamente incompatibles con al empresa? Probablemente no. Se protege a la etnia, o al sexo, o a la ideología, pero no al individuo per se y a otros muchos de sus rasgos que lo conforman como individuo.
No me quiero meter en el jardín de determinar qué es lo correcto y qué no. Sólo trato de evidenciar que, en el tema de la desigualdad entre personas, nada es tan claro como parece. Así pues, ¿por qué existen estas confusiones, contradicciones o miedos al respecto?
Básicamente hay dos motivos que chocan entre sí: por un lado, somos desiguales pero no existe una forma única ni generalmente fiable de establecer en qué, por qué ni para qué. Por el otro lado, la naturaleza del ser humano está fuertemente predeterminada para discriminar a los que no se encuentran dentro de su grupo, a los extraños, a los diferentes, a los desiguales (según su propio y sesgado criterio).
Ello resulta tan natural como tener miedo a la oscuridad o predilección por los alimentos dulces. Si conseguimos eliminar una diferencia, no dudéis que enseguida nos empecinaremos en buscar otras para justificar nuestras reservas.
Así es como podría resumirse la historia de la desigualdad entre seres humanos según uno de los rasgos más difíciles de medir (y por ello tan susceptible a la demagogia): la inteligencia.
Empecemos a contar su historia.
Debemos remontarnos a 1864, año de la publicación del libro Genio y Locura. Su autor, Cesare Lombroso, un médico y criminalista que creyó que la fisonomía de nuestra cara refleja si somos malas o buenas personas, por ejemplo, fue uno de los primeros interesados en investigar a los individuos superdotados. Su tesis era simple: existe una relación entre genio y locura. O dicho de otro modo: demasiada inteligencia resulta negativa para nuestra cordura.
La tesis era tan sencilla que algunos investigadores norteamericanos se esforzaron por determinar de manera más exacta los factores responsables de la inteligencia para intentar medirlos después.
Así nació el CI, el cociente intelectual.
Partiendo de un promedio de 100, por debajo se sitúa a la mitad menos inteligente de la sociedad. Por encima, la más inteligente. La curva de distribución es simétrica. Por ello también se habla de una “curva de campana”.
Uno de los libros más controvertidos sobre el tema, que se inclina por el carácter hereditario de la inteligencia, se titula precisamente así: The Bell Curve, de Herrnstein y Murray.
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