“El PSOE ha impedido que el genocidio ucranio sea materia de enseñanza junto al Holocausto judío, tal y como recomienda la UNESCO.”
Resulta descorazonador que aún haya quien crea que la escuela no es lugar adecuado para que nuestros hijos puedan ir adquiriendo conciencia de que la tragedia del siglo XX, fue el resultado del poder absoluto del Estado sobre el individuo”. Son palabras de Agustín de Grado, que recuerda hoy desde La Razón la responsabilidad del PSOE cuando habla del pasado y la memoria y, al mismo tiempo, borra de la historia episodios que no le agradan.
En el día en que los comunistas que sobreviven en la vida política española, escondidos bajo siglas de conveniencia, convocan algaradas callejeras porque no aceptan la división de poderes y la independencia de la justicia, De Grado recuerda que “el comunismo no fue sólo un sistema que cometió crímenes, o los sigue cometiendo. Su idea misma es criminal. Como lo fue la del nazismo”.
“«Algunos campesinos habían enloquecido, sólo hallaban paz en la muerte. Se les reconocía por los ojos, brillantes. Éstos eran los que troceaban los cadáveres y los hervían, mataban a sus propios hijos y se los comían. En ellos se despertaba la bestia cuando el hombre moría en ellos. Vi a una mujer, la habían traído bajo escolta al centro del distrito. Su cara era la de un ser humano, pero tenía los ojos de un lobo. Dicen que a éstos, los caníbales, los fusilaron. Pero ellos no eran culpables; culpables eran los que llevaron a una madre hasta el extremo de comerse a sus hijos. Pero ¿crees que se puede encontrar al culpable? Ve y pregunta… Es por hacer el bien, el bien de la humanidad, que llevaron a las madres hasta ese punto».
Estremece en el relato de Vasili Grossman la hambruna genocida provocada por Stalin en Ucrania entre 1930 y 1932. Más de cuatro millones de campesinos y sus familias exterminados con mano de acero. Seis millones de personas si se contabilizan las de otras repúblicas soviéticas arrasadas por la deskulakización. Debían morir para alumbrar al nuevo hombre soviético.
El cortejo de violencia, torturas, barracas de la muerte, niños abandonados y canibalismo bajo la férula del Partido-Estado constituye una etapa decisiva en el desarrollo del terror estalinista: permitió experimentar métodos aplicados a continuación a otros grupos sociales empeñados en mantener una esfera inviolable de libertad individual y de conciencia. Stalin había lanzado su orden de exterminio el 27 de diciembre de 1929, tres años antes de que Hitler llegase al poder, doce años antes de que decretara la «solución final».
Seis millones de almas sacrificadas en el altar de la colectivización forzosa de los campos. Tantas como el nazismo aniquiló en su delirio por la pureza de la raza aria. Y, sin embargo, apenas en la memoria de la opinión pública. Por razones, no justificadas, que aún perduran: el comunismo respondía a una idea justa, aunque tuviera sus excesos. Y sus crímenes, en palabras de Sartre, no eran más que «la enfermedad infantil de una nueva historia, el camino suplementario que la humanidad debe recorrer para acceder al humanismo». Como si ser víctima de una idea hermosa, aunque posteriormente desviada en la praxis, hace que una víctima deje de serlo.
Tan propenso a enredarse en cuestiones absurdas, el Parlamento español ha desaprovechado una gran ocasión para acabar, ya desde nuestras escuelas, con esta ficción: la que se resiste a admitir la naturaleza criminal del comunismo. Abanderado de la memoria excluyente y resentida, el PSOE ha impedido que el genocidio ucranio sea materia de enseñanza junto al Holocausto judío, tal y como recomienda la Unesco.
Según los socialistas españoles, es la comunidad educativa quien debe decidir qué contenidos deben formar parte del currículo escolar. De tal forma que en España, un juez puede mandar a la cárcel a un librero por la difusión de ideas genocidas de orientación nazi, pero no puede impedir que un libro como el de la editorial Akal para la asignatura de Educación de la Ciudadanía divulgue entre nuestros hijos que el comunismo es «cosa de gente sensata y moderada» y «lo que reclama es un poco de tranquilidad, lo que convierte al socialismo y al comunismo en la única solución posible para la humanidad». Y añade: «El caso es que ni una sola vez se le ha permitido ensayar si podía ser compatible con la democracia».
Si la confrontación partidista no ahogara los auténticos debates que necesita la sociedad española para enriquecer su espíritu crítico, barbaridades como éstas no pasarían desapercibidas.
El comunismo no fue sólo un sistema que cometió crímenes, o los sigue cometiendo. Su idea misma es criminal. Como lo fue la del nazismo. Monstruos totalitarios, los dos. Alumbrados por el genio humano en el siglo de mayor progreso, bienestar y desarrollo de la historia. Pero mientras que la memoria del horror nazi es permanente y abundante, en el cine, la literatura o la investigación histórica, y está interiorizada en cualquier ciudadano, la del comunismo aún goza de una condescendencia que se irrita en la comparación con el nazismo. Un nazi es un proscrito. Un comunista puede ser cantante o actor famoso, incluso hasta reputado intelectual.
Cayó el Muro, sí. Hace ya veinte años. Aunque no sobre las cabezas que tienen por el marxismo un afecto que en ocasiones llega a la complicidad con sus crímenes.
Ni el nazismo disculpa los crímenes de la utopía marxista, ni los crímenes del comunismo disculpan los del racismo nazi. Nazismo y marxismo sumieron a Europa en un calvario de odio y sangre, de maldad y terror. Hoy, como entonces, más que los enemigos de la libertad, el problema son las sociedades desarmadas moralmente para defenderse de ellos. Por eso resulta descorazonador que aún haya quien crea que la escuela no es lugar adecuado para que nuestros hijos puedan ir adquiriendo conciencia de que la tragedia del siglo XX, tampoco tan lejana desde una perspectiva histórica, fue el resultado del poder absoluto del Estado sobre el individuo.”
Resulta descorazonador que aún haya quien crea que la escuela no es lugar adecuado para que nuestros hijos puedan ir adquiriendo conciencia de que la tragedia del siglo XX, fue el resultado del poder absoluto del Estado sobre el individuo”. Son palabras de Agustín de Grado, que recuerda hoy desde La Razón la responsabilidad del PSOE cuando habla del pasado y la memoria y, al mismo tiempo, borra de la historia episodios que no le agradan.
En el día en que los comunistas que sobreviven en la vida política española, escondidos bajo siglas de conveniencia, convocan algaradas callejeras porque no aceptan la división de poderes y la independencia de la justicia, De Grado recuerda que “el comunismo no fue sólo un sistema que cometió crímenes, o los sigue cometiendo. Su idea misma es criminal. Como lo fue la del nazismo”.
“«Algunos campesinos habían enloquecido, sólo hallaban paz en la muerte. Se les reconocía por los ojos, brillantes. Éstos eran los que troceaban los cadáveres y los hervían, mataban a sus propios hijos y se los comían. En ellos se despertaba la bestia cuando el hombre moría en ellos. Vi a una mujer, la habían traído bajo escolta al centro del distrito. Su cara era la de un ser humano, pero tenía los ojos de un lobo. Dicen que a éstos, los caníbales, los fusilaron. Pero ellos no eran culpables; culpables eran los que llevaron a una madre hasta el extremo de comerse a sus hijos. Pero ¿crees que se puede encontrar al culpable? Ve y pregunta… Es por hacer el bien, el bien de la humanidad, que llevaron a las madres hasta ese punto».
Estremece en el relato de Vasili Grossman la hambruna genocida provocada por Stalin en Ucrania entre 1930 y 1932. Más de cuatro millones de campesinos y sus familias exterminados con mano de acero. Seis millones de personas si se contabilizan las de otras repúblicas soviéticas arrasadas por la deskulakización. Debían morir para alumbrar al nuevo hombre soviético.
El cortejo de violencia, torturas, barracas de la muerte, niños abandonados y canibalismo bajo la férula del Partido-Estado constituye una etapa decisiva en el desarrollo del terror estalinista: permitió experimentar métodos aplicados a continuación a otros grupos sociales empeñados en mantener una esfera inviolable de libertad individual y de conciencia. Stalin había lanzado su orden de exterminio el 27 de diciembre de 1929, tres años antes de que Hitler llegase al poder, doce años antes de que decretara la «solución final».
Seis millones de almas sacrificadas en el altar de la colectivización forzosa de los campos. Tantas como el nazismo aniquiló en su delirio por la pureza de la raza aria. Y, sin embargo, apenas en la memoria de la opinión pública. Por razones, no justificadas, que aún perduran: el comunismo respondía a una idea justa, aunque tuviera sus excesos. Y sus crímenes, en palabras de Sartre, no eran más que «la enfermedad infantil de una nueva historia, el camino suplementario que la humanidad debe recorrer para acceder al humanismo». Como si ser víctima de una idea hermosa, aunque posteriormente desviada en la praxis, hace que una víctima deje de serlo.
Tan propenso a enredarse en cuestiones absurdas, el Parlamento español ha desaprovechado una gran ocasión para acabar, ya desde nuestras escuelas, con esta ficción: la que se resiste a admitir la naturaleza criminal del comunismo. Abanderado de la memoria excluyente y resentida, el PSOE ha impedido que el genocidio ucranio sea materia de enseñanza junto al Holocausto judío, tal y como recomienda la Unesco.
Según los socialistas españoles, es la comunidad educativa quien debe decidir qué contenidos deben formar parte del currículo escolar. De tal forma que en España, un juez puede mandar a la cárcel a un librero por la difusión de ideas genocidas de orientación nazi, pero no puede impedir que un libro como el de la editorial Akal para la asignatura de Educación de la Ciudadanía divulgue entre nuestros hijos que el comunismo es «cosa de gente sensata y moderada» y «lo que reclama es un poco de tranquilidad, lo que convierte al socialismo y al comunismo en la única solución posible para la humanidad». Y añade: «El caso es que ni una sola vez se le ha permitido ensayar si podía ser compatible con la democracia».
Si la confrontación partidista no ahogara los auténticos debates que necesita la sociedad española para enriquecer su espíritu crítico, barbaridades como éstas no pasarían desapercibidas.
El comunismo no fue sólo un sistema que cometió crímenes, o los sigue cometiendo. Su idea misma es criminal. Como lo fue la del nazismo. Monstruos totalitarios, los dos. Alumbrados por el genio humano en el siglo de mayor progreso, bienestar y desarrollo de la historia. Pero mientras que la memoria del horror nazi es permanente y abundante, en el cine, la literatura o la investigación histórica, y está interiorizada en cualquier ciudadano, la del comunismo aún goza de una condescendencia que se irrita en la comparación con el nazismo. Un nazi es un proscrito. Un comunista puede ser cantante o actor famoso, incluso hasta reputado intelectual.
Cayó el Muro, sí. Hace ya veinte años. Aunque no sobre las cabezas que tienen por el marxismo un afecto que en ocasiones llega a la complicidad con sus crímenes.
Ni el nazismo disculpa los crímenes de la utopía marxista, ni los crímenes del comunismo disculpan los del racismo nazi. Nazismo y marxismo sumieron a Europa en un calvario de odio y sangre, de maldad y terror. Hoy, como entonces, más que los enemigos de la libertad, el problema son las sociedades desarmadas moralmente para defenderse de ellos. Por eso resulta descorazonador que aún haya quien crea que la escuela no es lugar adecuado para que nuestros hijos puedan ir adquiriendo conciencia de que la tragedia del siglo XX, tampoco tan lejana desde una perspectiva histórica, fue el resultado del poder absoluto del Estado sobre el individuo.”
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