viernes, 30 de abril de 2010

¿La superpoblación será la causa de nuestra extinción?


Cada vez somos más en el planeta Tierra, crecemos a una velocidad tal que resulta improbable imaginarse que a corto plazo podamos colonizar otros mundos. Estamos atrapados aquí, por el momento. Y es seguramente algún día tendremos que dirimir sobre el deseo de seguir procreando y la responsabilidad de limitar la procreación. Con todo ¿la superpoblación es tan preocupante como parece?

Como siempre, la respuesta no es sencilla. Y para ser justos, debe de admitirse que se ignora en gran parte, por muchos panfletos apocalípticos que se publiquen.

Hace dos siglos, el economista Thomas Malthus ya lanzó las campanas al vuelo sobre los problemas de la superpoblación. Él resumía el problema en dos características:

-El alimento es necesario para la existencia del hombre

-La pasión entre los sexos es necesaria y se mantendrá casi en su estado actual.

Su conclusión era:

El poder de la población es indefinidamente mayor que el poder de la tierra para producir el sustento del hombre. La población, cuando no encuentra obstáculos, aumenta en proporción geométrica. El sustento lo hace sólo en proporción aritmética. Basta con saber un poco de números para ver la enormidad del primer poder comparado con el segundo.

Desde este punto de vista, Malthus tenía razón; incluso la idea aparentemente altruista de alimentar al sector de la humanidad que muere de hambre sólo condenaría a morir de hambre a más gente todavía: a los hijos de éstos.

Años después, más estudiosos se reafirmaban en la tesis pesimista de Malthus. En 1967, William y Paul Paddock escribieron un libro titulado Famine 1975!, y en 1970, el biólogo Paul Ehrlich, autor de La explosión demográfica, preveía que 75 millones de estadounidenses y 4.000 millones de personas del resto del mundo morirían de hambre en los años 1980.

En 1972, el Club de Roma, un grupo de grandes pensadores de la época, predijeron algo muy parecido, aunque para más adelante.

En 1980, el economista Julian Simon, apostaba que, en diez años, cinco metales estratégicos serían cada vez más escasos y, por lo tanto, aumentaría su precio.

Todos ellos perdieron sus apuestas. Lo que nos indica esta serie de erróneas predicciones maltusianas es que las predicciones maltusianas no funcionan, como tampoco las de Rappel o la bruja Lola. Y no funcionan porque ignoran muchas variables, como los descubrimientos que van aparejados a las dificultades; o como que, a más número de mentes y mejor interconectadas, más posibilidades hay de que se encuentren soluciones para sobrevivir.



Todavía se producen hambrunas terribles, por supuesto, pero no debido a una descompensación mundial entre el número de estómagos y la cantidad de alimentos. El economista Amartya Sen ha demostrado que casi siempre se pueden atribuir a situaciones pasajeros o a periodos de agitación política y militar que impiden que los alimentos lleguen a la gente que los necesita.

Así pues, la lógica maltusiana subestima los efectos del cambio tecnológico. En el siglo XX, las provisiones de alimentos aumentaron de forma exponencial, no lineal. Los agricultores recogían más cosechas en una misma parcela de terreno. Los procesadores transformaban una mayor parte de lo cosechado en alimentos para el consumo.

Camiones, barcos y aviones transportaban los alimentos a más personas antes de que se estropearan o se los comieran las plagas.

Las reservas de petróleo y de minerales aumentaron, en vez de disminuir, porque los ingenieros supieron encontrar más y descubrieron nuevas formas de extraerlos.

En resumidas cuentas, podemos afirmar, como lo hace el economista Paul Romer, que la existencia material humana está limitada por las IDEAS, no por las cosas.

El segundo planteamiento de Romer es que las ideas son lo que los economistas denominan “bienes no rivales”. Los bienes rivales, como los alimentos, los carburantes y las herramientas, están hechos de materia y energía. Si una persona los usa, no los pueden usar otras personas.

Pero las ideas están hechas de información, que se puede duplicar a un precio insignificante, por mucho que la Ministra de Cultura, González-Sinde, se empecine en afirmar lo contrario obligando a pagar por las copias. Así que, liberados del copyright más restrictivo (podéis leer lo que opino al respecto en este artículo), una receta para elaborar pan, el plano de un edificio, una técnica para el cultivo del arroz o la fórmula de un fármaco (cuya explotación de copyright, por cierto, se libera antes que el de una creación artística) se pueden desvelar sin que haya que privarle nada a su creador.

De esta manera, Romer señala que el proceso combinatorio de crear ideas nuevas puede sortear la lógica de Malthus hasta límites que ignoramos:

Todas las generaciones han percibido los límites al crecimiento que resultarían de unos recursos finitos y unos efectos secundarios no deseables si no descubrían nuevas fórmulas o ideas. Y todas las generaciones han subestimado el potencial para encontrar nuevas fórmulas e ideas. Ha sido constante la incapacidad de comprender cuántas ideas quedan por descubrir. La dificultad es la misma que tenemos con la combinación. Las posibilidades no se suman. Se multiplican.

Nada de esto debería justificar que desangremos la Tierra porque ya lo arreglaran otros en el futuro, por supuesto. Quizá alguno de los desaguisados que cometamos verdaderamente no tenga solución. Sin embargo, lo que todo esto significa es que nuestra comprensión de la relación de los seres humanos con el mundo material es más bien escaso, por no decir casi nulo.

Y que desconfiéis del próximo que diga que el mundo se acaba. Porque las ideas distan mucho de acabarse.

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