Culminada en 1932-1933, la colectivización del agro soviético es uno de los grandes crímenes del siglo XX. En torno a unos siete millones de personas, de entre los cuales unos cinco millones eran ucranianos, murieron de inanición a causa del proceso, mientras la Unión Soviética exportaba en ese mismo 1933 dos millones de toneladas de trigo. Como todas las grandes matanzas de la Historia, este brutal episodio de exterminio ostenta el dudoso honor de contar con un nombre propio que ha pasado a los anales de la infamia: el Holodomor.
El más terrible de los crímenes vendría precedido por negras pesadillas en las que, en el imaginario bolchevique, los Estados capitalistas cercaban a la joven nación revolucionaria soviética, prestos a saltar sobre ella a la menor oportunidad. Stalin, su líder, les había recordado la fragilidad rusa en el pasado y cómo ésta había sido la causa de su tradicional sumisión. Pero los comunistas estaban creando un mundo nuevo: había que modernizar el país de modo que fuese lo suficientemente fuerte como para enfrentarse a cualquier amenaza proveniente del exterior. Sin embargo, para ello no se disponía más que de unos pocos años.
Los planes comunistas pasaban por transformar la URSS rápidamente mediante la electrificación, la industrialización y la colectivización del campo. En un país mayoritariamente rural (en 1926, aún vivía del campo el 82% de la población) el sector agrario debía aprovisionar a las ciudades para que éstas pudieran abordar los procesos de modernización en condiciones aceptables. Pero como la industria estaba enteramente dedicada a la fabricación de bienes industriales -con la consiguiente escasez de bienes de consumo-, el campo carecía de estímulos para producir, ya que no había nada que comprar. A comienzos de 1928, se había llegado al punto en que los campesinos almacenaban su grano sin ponerlo en el mercado.
En 1929, Stalin decidió que había sonado la hora de terminar con esa situación. Hasta ese momento, los comunistas habían permitido la pervivencia de la propiedad privada rural; ahora colectivizarían el campo y obligarían a los campesinos a abandonar sus antiguas formas de vida, atrasadas y supersticiosas, para incorporarse a la corriente general de la modernidad.
Naturalmente, y aunque de forma inconexa, los campesinos se resistieron. El que aquello se simultanease con la puesta en marcha de un incipiente proceso de rusificación de la URSS provocó que el Estado soviético reaccionara con la máxima brutalidad en las principales regiones no rusas de la unión, en las que la represión del campesinado fue extremadamente cruel. Entre todas, la que pagó un precio más alto fue Ucrania. El número de campesinos asesinados es extraordinariamente alto, asomándose a los siete millones si sumamos los de todas las repúblicas.
Desde Moscú se denominó kulaks -que significa ‘puños’, lo que sugiere una imagen agresiva de los mismos- a los campesinos teóricamente ricos, a los que se iba a expropiar para favorecer las granjas colectivas, atizando de este modo la luchas de clases en el campo. La campaña, en realidad, incluyó a cualquier campesino que poseyese siquiera una vaca o un cerdo. Y algo parecido al infierno se desató en el campo soviético, en especial en Ucrania.
Los ‘kulaks’
Los cuadros del Partido de las zonas rurales movilizaron a los sectores que les eran más propicios, como los asalariados y los campesinos más pobres, y agitaron el odio a lo largo de toda la URSS. Un año después, los bolcheviques habían conseguido impregnar de su vocabulario estigmatizador al conjunto de la sociedad. Deliberadamente, la noción de kulak había sido dejada en la indefinición, de modo que los miembros del Partido podían identificar al kulak con los grupos o individuos que más les conviniesen; y así, kulak pasó a no tener más que apenas una muy vaga connotación socio-económica, significando en adelante simplemente “enemigo del pueblo”.
En el campo se forzó la integración de los campesinos en las granjas colectivas; las palizas a los kulaks refractarios propinadas por los miembros del Partido se convirtieron en actos de tumultuoso regocijo popular. Se obligó a que los campesinos integrasen sus pequeñas parcelas en las granjas colectivas, y se destruyeron los restos de mercado que quedaban. Entre octubre y diciembre de 1929, Stalin dio finalmente la orden de quebrar el espinazo del campesinado, como complemento del proceso de industrialización masivo en los centros urbanos: el terror en el campo tendría también la virtud de propiciar la emigración del campo a la ciudad.
Las autoridades comunistas lanzaron una gigantesca campaña por todo el país para injertar en la población el odio a los kulaks. Se celebraron miles de asambleas hasta en las más recónditas latitudes de la URSS, en las que se aleccionaba sobre la maldad intrínseca de los kulaks.
A los niños se les enseñó a temer a los kulaks; a los adultos a odiarlos. El kulak se convirtió en una especie de ser metafísico a la vez que perfectamente palpable, causante de todos los daños habidos y por haber. Los kulaks eran culpables de todo lo malo que estaba pasando en la Unión Soviética; los kulaks eran saboteadores; los kulaks quemaban el trigo mientras la gente moría de hambre; los kulaks eran los enemigos del pueblo. Lo decían las consignas a todas horas; lo escribían los periódicos, lo repetía el Partido. En las células comunistas locales se insistía abiertamente: había que levantar a las masas contra los kulaks.
“Yo caí embrujada: todo el mal viene de los kulaks -recordaba una militante bolchevique muchos años después. Tan pronto como queden exterminados empezará una vida feliz para todo el campesinado (…) ¡Nada de piedad! No son seres humanos (…) Era horrible verlos. Marchaban en columnas, se volvían para ver sus casitas, aún impregnados del calor del hogar ¡Cómo sufrieron! Las mujeres lloraban sin atreverse a gritar…”.
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