Existen alrededor de 50 especies de langostas. Y si os comierais una langosta recién capturada y otra capturada hace 140 millones de años, no notaríais la diferencia: apenas han evolucionado. Y si bien ahora es todo un manjar que se paga caro, los primeros colonos de Nueva Inglaterra consideraban que las langostas no eran comestibles: sólo las servían para comer a los prisioneros o a los animales.
Una simple flexión de su cola les permite salir disparada a 5 metros por segundo. Algunas de ellas cubren distancias de más de 160 kilómetros anuales en busca de comida y sexo.
Resulta difícil determinar su edad. Muchas de las langostas que consumimos tienen más de 20 años, pero hay especímenes grandes como un perro labrador que viven en el fondo del océano durante más de un siglo.
Siempre que sus agallas estén húmedas, pueden respirar y por tanto sobrevivir hasta una semana fuera del agua.
Cada una de sus pinzas es diferente. Una sirve para pellizcar y desgarrar; la otra, más grande y fuerte, sirve para aplastar. Esta última pinza puede ejercer una fuerza de 450 kilos por 6,5 centímetros cuadrados en un elemento pequeño, como un dedo humano.
Para escapar de una pelea, pueden desprenderse de una extremidad usando un músculo especial situado en la base, pero dado que la sangre de las langostas fluye a través de sus cavidades corporales, no de venas, se desangrarán hasta morir si la herida no se cierra inmediatamente.
Las patas, las antenas y las pinzas pueden regenerarse, pero los ojos no.
Las langostas cocidas son rojas porque la cocción transforma las moléculas de las proteínas de la concha de manera que absorben todo excepto la luz roja, que se refleja.
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